En la edición del 13 de octubre de 2010, EL SUR publicó la siguiente columna:
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CANAL PRIVADO
Recuento de militancias propias y ajenas
Arturo Solís Heredia
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La primera campaña electoral en la que participé, fue la del candidato a gobernador del PRI, René Juárez Cisneros, en 1998, casi doce años después de haber ingresado a la administración pública.
En 1987, Florencio Salazar Adame, entonces ya alcalde electo, me invitó a hacerme cargo de la jefatura de Prensa del Ayuntamiento chilpancingueño. Nunca me preguntó sobre mis filiaciones políticas, ni sugirió siquiera que me afiliara al PRI. Y tampoco lo hicieron los tres gobernadores con los que trabajé hasta 1998. Ni José Francisco Ruiz Massieu, él menos que nadie, ni Rubén Figueroa Alcocer (RFA), ni Ángel Aguirre Rivero (AA).
Entendieron, supongo, mi condición y convicción de periodista y comunicador, y sin duda también entendieron la conveniencia de contar con un sistema estatal de radio y televisión profesional, digno, propositivo, razonablemente abierto a la sociedad civil, y con noticieros creíbles e inteligentes.
Entendieron que la utilidad política de los medios electrónicos, particularmente los estatales, depende de los niveles de audiencia y credibilidad que puedan alcanzar.
Por eso quizá me fue fácil distanciarme y deslindarme de compromisos partidistas y electorales. En términos profesionales y políticos, el trato era atractivo para ambos.
Para esos gobiernos, un espacio influyente de cobertura estatal, para difundir los mensajes oficiales y promoverse en la Opinión Pública. Para mí, el privilegio de dirigir y orientar el trabajo y la producción de cinco radiodifusoras y un canal de televisión, con espacio y libertad más que aceptables, para un sistema estatal en esa época.
En muy poco tiempo, Ruiz Massieu demostró que honraría el acuerdo. En 1987, el primer año de su gobierno, Radio y Televisión de Guerrero (RTG) rompió el veto impuesto por el entonces presidente en turno, Carlos Salinas de Gortari, en la radio y la tele privada y pública nacionales, en contra de Cuauhtémoc Cárdenas, entonces el líder político más poderoso y el enemigo más peligroso de Salinas.
El innombrable era su amigo íntimo y su ex cuñado, pero Ruiz Massieu no dudó cuando le pedí su aval para entrevistar a Cárdenas en el noticiero estelar de RTG: “Adelante, Arturo”, me dijo de inmediato y se despidió con un “dile al ingeniero que le mando un saludo cordial”.
Claro, eso no le gustó nadita a muchos compañeros funcionarios, diputados y dirigentes priístas. Desde ese día, descubrí el recelo y la desconfianza que genera en nuestra cultura política la independencia crítica y la libertad periodística.
Porque al menos diez próceres del momento se aseguraron de que entendiera el mensaje: el compromiso partidista es obligado para todo el que trabaja en un gobierno.
Divertido con el zarandeo recibido por mí, Ruiz Massieu sólo me dijo, sonriendo: “Bienvenido a la realidad, Solís. A mí no me tienes que convencer, yo pienso como tú. Pero allá afuera hay muchos que no se sienten cómodos con las nuevas formas democráticas, ni les hace gracia la pluralidad política. Ellos son a los que tienes que convencer. Aguanta el calor, ya pasará”, y se despidió con un manazo sobre mi espalda y cara de sarcasmo amistoso.
Y aguanté el calor, y sí, pronto se enfrío hasta tibio estable, con excepción de los sobresaltos coyunturales de crisis y elecciones.
Pero el calor regresó cuando apareció el primer número de El Sur, y se comenzó a publicar Canal Privado en este espacio. Eso convenció a muchos de lo que sospecharon desde la entrevista a Cárdenas.
Para ellos, mi cercanía y afinidad con los Sureños sólo significaba que mi corazón político latía más por el PRD que por el PRI. Era yo algo así como un perredista de closet.
Irónicamente, para muchos Sureños, mi cercanía y afinidad con los gobiernos priístas sólo significaba que mi corazón político latía más por el PRI que por la oposición de izquierda. Para ellos, era yo algo así como un priísta enclosetado.
“Eres un intelectual orgánico”, me clasificaron los más elegantes y piadosos.
Paradójicamente, ni unos ni otros tenían razón, aunque ninguno estaba totalmente equivocado.
Para mí, periodista y comunicador, los cambios que me interesaban sólo podían lograrse en el poder. En 1987, los guerrerenses estaban limitados a la oferta de Televisa nacional (Tv Azteca inició operaciones hasta 1993), y a radiodifusoras sinfonolas, sin programas informativos ni más contenido cultural que las complacencias musicales, éxitos del momento, y “la hora de los novios, la hora de la ilusión y del amor” (léase con voz grave y melosa, casi cachonda, pero más bien cursi).
Por eso acepté la invitación de Ruiz Massieu, ya gobernador electo, para trabajar en su gobierno como director de Televisión Educativa, sin plantearme requisitos de militancia. Y por eso conservé mi deslinde partidista en la campaña electoral de su sucesor, RFA, quien sin yo pedirlo ni saberlo, me ratificó como director de Televisión de RTG, y sin pedir exigencias partidistas, como tampoco lo hizo tres años después AA.
Pero ya para entonces, la hegemonía priísta agonizaba y la oposición estatal y nacional crecía exponencialmente.
Por eso, cuando me invitaron a participar en la campaña para gobernador de René Juárez, recordé el mensaje de los primeros meses del gobierno ruizmaseísta.
Entendí el compromiso y la lealtad política que se demanda a quienes se integran a un equipo de gobierno, aún más a quienes no participan en la campaña electoral.
Pero lo entendí como un compromiso político, no como un compromiso partidista. Compromiso y lealtad con causas políticas y banderas ideológicas, no con partidos y hombres. Cercanía y afinidad con proyectos de gobierno, no con proyectos electoreros.
Primero la política, luego los partidos.
De cualquier forma, el reto profesional de una campaña era irresistible para mí en 1998, cuando los mexicanos apenas empezábamos a conocer las técnicas y bondades electorales del marketing político y la eficiencia de la comunicación electrónica.
En esa, mi primera elección activa, entendí la importancia de una campaña política. Más allá del encuentro sensible e ilustrador con la gente y sus problemas, una campaña también sirve para forjar lealtades y cohesionar equipos de trabajo. Ahí, en esa intensa, agotadora y estresante historia de tres o cuatro meses, se consolidan estructuras y compromisos, esenciales para el buen desempeño de cualquier administración pública.
Por eso decidí seguir participando, en la campaña a la Presidencia de Francisco Labastida y luego en la de Héctor Astudillo para la alcaldía capitalina. Y por eso acepté participar en la campaña de Manuel Añorve Baños (MAB), como candidato del PRI a la gubernatura. Cómo resistir los encantos coyunturales de esta elección: un posible regreso del PRI al poder estatal, un gobernador enfrentado con su partido, y un PRD detrás de un candidato priísta.
Además, me gusta la energía, inteligencia, fuerza, esfuerzo y habilidad políticas de MAB. Le gustan los cambios, no se asusta fácil, escucha y entiende a sus colaboradores y a las voces de la calle. Sabe editar su discurso y estrategia de acuerdo con las formas y fondos que demanda la sociedad civil.
Es hombre de su tierra, piensa y late como guerrerense, pero también sabe cómo piensan y laten los políticos modernos y los empresarios neoliberales.
A Ángel Aguirre le tengo respeto y afecto. Fue un jefe amable, cordial y respetuoso conmigo y con sus colaboradores. Fue un gobernador sensible y generoso, siempre trabajando por la ruta que le pareció mejor.
Pero su salida del PRI me pareció lamentable. No por el melodrama de la traición política (¿son políticos y se ofenden cuando se sienten engañados y traicionados? Imagínense como se siente mucha gente). Así es la cultura política mexica, desleal, poco clara, convenenciera, poco ética, con fortaleza grupal y debilidad ideológica.
Cuauhtémoc Cárdenas, López Obrador, Florencio Salazar y Zeferino Torreblanca, son apenas algunos ejemplos de que en México, el malabarismo y el trapecio son destrezas distintivas de nuestros políticos.
Guiado sólo por sus hechos políticos, no distingo diferencias sustantivas entre los estilos, las formas, los proyectos y las estrategias del PRI, PAN, Y PRD. A juzgar por lo visto en los últimos cinco años, no los separan colores, ideas ni postulados partidistas, sino intereses, vanidades, ambiciones y grupos.
Pero a Ángel Aguirre no le reprocho eso. La congruencia política es una medalla a la fuerza, entereza, integridad, valor, inteligencia trabajo y constancia. ¡Uf! ¿Quién se atreve a colgársela sin rubor ni hipocresía?
Pero sí le reprocho su creencia de que en la política, valen y pesan más los hombres y sus circunstancias personales, que las ideas y las causas populares.
Ángel Aguirre no renunció al PRI motivado por causas reivindicatorias, por defender un proyecto social, ni por encabezar un movimiento popular. Lo hizo porque cree que la política es una herramienta de poder personal, y no de causas sociales relevantes y transformaciones colectivas.
Si así hubiera sido, sus discursos de esta precampaña, con su diagnóstico de la realidad guerrerense, con su crítica a los modos, reglas y cacicazgos del PRI, y con su defensa y apoyo a causas populares, no habrían nacido apenas.
Si así hubiera sido, ese discurso de izquierda opositora tendría hoy una madurez que no tiene; porque sería, a estas alturas de su carrera, un discurso sin arquetipos ni clichés, sin la retórica electoral tradicional del PRD.
Porque la pobreza, la injusticia, los contrastes sociales y económicos, no son nuevos, existen desde muchos antes de que Ángel Aguirre ingresara al PRI. Porque los vicios y defectos que hoy señala en su partido, fueron más agudos cuando él era un militante distinguido.
¿Por qué esperó hasta ahora? La respuesta parece obvia.
La misma pregunta me hice cuando acepté participar en la campaña de René Juárez como candidato del PRI a gobernador: ¿por qué suspender mi deslinde partidista, luego de doce años de trabajo con gobiernos tricolores?
Para entonces, la hegemonía del PRI agonizaba y la oposición de izquierdas y derechas crecía rápidamente.
Por primera vez en la historia política guerrerense, la elección del nuevo gobernador no se veía como un simple y mero trámite legitimador, para conservar el poder con estilo democrático. El candidato del PRD, Félix Salgado Macedonio, se mostraba como un adversario electoral competitivo y fajador, como una amenaza real para la continuidad del PRI.
Quizá por esa coyuntura política, entendí también que mi deslinde partidista no me deslindaba más de mi compromiso político. Entendí que, si bien no era ni me sentía priísta, sí era ruizmasseísta, simpatizante de un político inusual, no sólo en Guerrero, sino en todo México; sí era pupilo gustoso de un hombre de notable inteligencia, de carácter sólido y firme liderazgo; sí era militante de su proyecto político, el que Ruiz Massieu construyó con discursos memorables, ideas ordenadas y claras, proyectos ambiciosos, diálogo con la oposición, y cercanía con la gente.
Decía hace una semana que cuando decidí participar por primera vez en una campaña electoral, luego de 12 años de castidad partidista y electoral, me hice una pregunta simple pero necesaria: ¿por qué ahora?
Encontré tres respuestas, también simples.
Porque si bien no era priísta, sí era ruizmasseísta.
Porque el candidato del PRI en esa elección era René Juárez, un destacado ruizmasseísta, que además había sido, junto con Israel Soberanis, uno de los delfines más visibles de José Francisco Ruiz Massieu, para sucederlo en la gubernatura.
Aunque al final, Ruiz Massieu decidió fortalecer su aspiración presidencial, designando como el candidato del PRI a Rubén Figueroa Alcocer, seis años más tarde, René reclamó su turno generacional, a pesar de la oposición del entonces gobernador interino, Ángel Aguirre.
Además, René había nacido como político en el gobierno de Alejandro Cervantes Delgado (otro priísta de excepción, que supo distender el convulso ambiente político que había heredado), y que maduró en la administración de José Francisco como un hábil y eficiente gestor de recursos federales, y como un funcionario estudioso y conocedor, como pocos, del mapa social, político y económico del estado.
Y porque, por primera vez, el candidato del PRI corría el riesgo de perder la elección de gobernador.
O dicho con más claridad: si René representaba la continuidad del ruizmasseísmo, y si esta podría truncarse de nuevo con una derrota priísta, mi compromiso era colaborar en su campaña.
Como siempre, se ganó la elección. Pero la realidad política ya no era la de siempre. Los espacios y recursos del Ejecutivo estatal se habían reducido de manera significativa.
Paradójicamente, la competitividad electoral no trajo un mayor equilibrio y fluidez en la dinámica de la agenda pública; por el contrario, provocó que el ejercicio del poder estatal se sometiera al ritmo, rumbo y circunstancias de los conflictos cotidianos –marchas, plantones, toma de instalaciones, bloqueos–, imprevistos y agitados, pero insustanciales casi todos, para las prioridades que cualquier gobierno debe atender, si pretende cumplir con éxito sus promesas y proyectos.
En ese intenso e inestable entorno, el proyecto de René se simplificó para adaptarse a la nueva realidad política. “Ando de bomberito, broder. Puro apagando fueguitos, vale madre”, me dijo enfadado el propio René al final de una gira particularmente complicada.
Tenía razón, con esa dinámica ningún gobernador tiene tiempo para gobernar en el mejor de los sentidos, calma para entender los problemas, datos para planear ni libertad para ejecutar obras, ni fuerza para solucionar conflictos de fondo.
A pesar de todo, René alcanzó a entregar obra relevante y suficiente, como para concluir decorosamente con su encargo. Lo que no pudo fue evitar lo inevitable: la derrota del PRI en la elección de su sucesor.
Por eso, la victoria de Zeferino Torreblanca no fue resultado de una evaluación negativa de los electores al gobierno de René.
Por eso, el triunfo de Zeferino no fue en realidad una derrota del candidato Héctor Astudillo, sino del PRI hegemónico.
Por eso, la elección no la ganó el PRD (como el gobierno de Zeferino lo demostró), sino su candidato, un hombre que supo representar la esperanza de cambio de los ciudadanos. Zeferino fue el candidato ideal para ese momento.
Por eso, en esa elección reactivé mi deslinde partidista y decidí no participar en la campaña del PRI, para reivindicar mis convicciones políticas.
Cruel ironía para mí, porque el candidato tricolor era Héctor Astudillo, el priísta más cercano a mis afectos y a mis filiaciones políticas. Héctor no sólo era (es) un amigo de siempre, también uno de los políticos más íntegros, respetables, comprometidos, inteligentes y responsables que conozco.
No tengo duda de que habría sido un estupendo gobernador. Afortunadamente, el tiempo nos dio la oportunidad para reivindicaciones propias.
Tres años después de la elección, cuando la popularidad de Zeferino como gobernador había descendido notablemente, el PRI designó a Héctor como su candidato a la alcaldía de Chilpancingo.
Tres años después de la elección, cuando la popularidad de Zeferino como gobernador había descendido notablemente, el PRI designó a Héctor como su candidato a la alcaldía de Chilpancingo.
Fue la primera campaña en la que participé sin invitación previa. Entre amigos no hacen falta protocolos para acortar distancias coyunturales, ni convocatorias para reencontrarse en el camino. Menos aún, cuando las ideas y las causas políticas son afines.
No sólo por nuestra admiración y respeto comunes por Ruiz Massieu, también porque el perfil político, el estilo personal y la sensibilidad social de Héctor coincide bien con mis preferencias electorales.
Esa campaña me dio la oportunidad de reiterarle mi simpatía como amigo y mi respeto como político profesional, esos que entienden y ejercen la política como un instrumento fundamental para el bienestar, la armonía, el progreso y el desarrollo de la gente que representan; como una herramienta insustituible para resolver conflictos, conciliar intereses, aminorar desigualdades, convocar voluntades, despertar esfuerzos comunitarios y articular esperanzas colectivas.
A pesar de carencias, contingencias, indiferencias e imprevistos, en dos años de gobierno, Héctor restituyó el respeto y la dignidad que había perdido la investidura de la Presidencia Municipal capitalina.
Por eso, cuando me contó su versión del cónclave priísta y la reacción de Ángel Aguirre, y cuando escuché sus razones para apoyar la aspiración de Manuel Añorve, disipé mis dudas y acepté participar en la campaña del candidato priísta a la gubernatura.
Hasta ahora, Ángel Aguirre no ha presentado argumentos políticos que desacrediten la idea de que su renuncia partidista obedeció a motivos personales, más que a causas sociales.
Para enterrar esa idea, Ángel deberá articular un proyecto de gobierno de izquierda. Pero de una izquierda moderna, inteligente, creativa, responsable, madura y renovadora, pues eso y sólo eso legitimaría los motivos de tan peculiar candidatura, y los propósitos de tan heterodoxa alianza electoral.
Sin ideas, argumentos y causas, será imposible (al menos para mí) confiar en la seriedad y virtud de su proyecto político.
Aguirre está más obligado que Añorve a legitimar su candidatura, porque en su caso primero debe explicar a los electores, propios y extraños, por qué aceptó ser candidato de otro(s) partido(s). Pero ambos, Ángel y Manuel, deben explicar y legitimar su aspiración política, en un momento tan complicado como el que vive Guerrero y el país. Ambos deben convencernos de que entienden la realidad y los problemas del estado, y de que saben y pueden gobernarnos bien, mejor.
De hecho, el enfrentamiento electoral y familiar, en lugar de agudizar divisiones y rupturas, debería de verse como una estupenda oportunidad para resolver agravios históricos, distender conflictos añejos y dignificar el ejercicio de la política, más allá de sus compromisos partidistas.
Sería fácil para dos candidatos tan cercanos como ellos, coincidir en cuatro o cinco políticas públicas, y comprometerse juntos a incorporarlas a sus planes de gobierno, gane quien gane la elección.
Vaya, coincidir en al menos un puñado de decisiones básicas y urgentes, como sí o no a La Parota, y combate o no al crimen organizado, por citar un par de ejemplos.
En Guerrero ya no hay tiempo para seguir sosteniendo una gobernabilidad tan frágil como la que vivimos ahora; ya no hay tiempo para aplazar más los compromisos de la política, los que los políticos deben vindicar, particularmente en momentos de crisis social, por encima de sus lealtades partidistas.
Es un momento estupendo para elevar el debate electoral, recuperando lo mejor de las banderas ideológicas y los compromisos sociales de sus partidos. Ambos, PRI y PRD, defienden causas, argumentos e ideas políticas que comparto y apoyo.
Me gusta la izquierda de los proyectos culturales, y me gusta la de los proyectos nacionalistas; me gusta la esperanza igualitaria de la izquierda que presuntamente representa el perredismo, pero también me gusta la promesa de desarrollo popular y estable que presuntamente representa la izquierda priísta.
Esa es mi ideología. ¿Priísta o perredista? No me toca a mí decirlo. Sólo sé que la ideología es uno de los valores irrenunciables de cualquier político de buena cepa. Un verdadero priísta no se puede convertir, de la noche a la mañana, en un verdadero perredista; ni este en un verdadero panista, nada más porque lo vieron feo.
Ruiz Massieu era un priísta convencido y orgulloso de su identidad ideológica. Algún columnista de La Jornada nacional, cuyo nombre no puedo recordar ahora, destacó que el extinto guerrerense era “el único priísta que conozco, que presume su militancia y que defiende sin rubor ni duda los postulados de su partido”.
Por eso me incorporaré a la campaña de Manuel, porque confío en su lealtad partidista, pero principalmente en su convicción ideológica.
Por eso celebraré su victoria, si convence y se convence de sus ideales y causas. Por eso aceptaré de buen modo la derrota, si Ángel convence y se convence de sus ideales y causas nuevas.
Y festejaré con los que quieran, si ambos reivindican el valor y la importancia de la verdadera política. El momento, repito, apremia, el escenario es atípico, las circunstancias inéditas, el contexto inusual.
Si se buscan señales divinas, abundan: un gobernador enfrentado con su partido, elección de un gobierno de cuatro años, dos candidatos consanguíneos, el candidato del PRD, ex gobernador priísta, la violencia desatada, una sociedad dividida, ciudadanos incrédulos, jóvenes sin oficio ni beneficio, la esperanza anémica.
Más claro, ni el agua.
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