Yo ciudadano
Gustavo Martínez Castellanos
Un halo de rara ironía rodea a la Escuela Normal de Ayotzinapa: es sólo una escuela, pero su nombre le ha dado la vuelta al mundo. Y en andas de los aguerridos modos de pedir atención que tienen sus alumnos. Esa ironía opera por una parte en el hecho de que nadie puede negar que sus demandas sean legítimas y, por la otra, en que esa legitimidad no los autoriza a vandalizar y a aterrorizar al resto de los ciudadanos.
Empero, una vez que han satisfecho sus demandas esa ironía muestra su mayor profundidad: campus bien equipado; instalaciones deportivas semiprofesionales, comedor y dormitorios, becas y, además, plazas para sus alumnos. Recientemente Ángel Aguirre los visitó y les regaló un camión y un tractor. Además les subió el subsidio por alimentos. Mucho de eso conseguido a través de tomar autopistas, secuestrar camiones, asaltar estanquillos. Peleando con uñas y dientes su sagrado derecho a existir. Y existen. Pero en su existir priva una profunda ironía: en su campus hay media docena de camiones secuestrados y un camión cisterna –también secuestrado- que les provee del diesel para esas unidades. Las empresas dueñas de esos camiones no los han reclamado. O si los han reclamado no ha habido ley ni policía que respalde ese reclamo; ni la denuncia por otros atropellos y actos de violencia de estos estudiantes.
Esa tolerancia refuerza esa ironía ¿la consecución de sus satisfactores representa entonces el resquebrajamiento del orden legal? La respuesta parece ser afirmativa y -como no hay ley ni policía que la desdiga- inapelable.
Es entonces cuando vemos la ironía total que es la Normal de Ayotzinapa: es otro subproducto del sistema político mexicano. La impunidad a su libérrimo comportamiento aún en contra de las ciudades vecinas, de sus vecinos y de los medios de comunicación (también secuestran radiodifusoras) es una concesión gubernamental. Otra. Más aún: la Normal de Ayotzinapa ha gozado de mucho más que fuero: ha tenido el privilegio de ser intocable en sus excesos por todos y cada uno de los últimos gobiernos en Guerrero.
Pero decir que ese fuero es sólo por acción de sus excesos sería una simpleza. Detrás de la Normal de Ayotzinapa existe una tradición muy guerrerense (como lo he señalado en otros envíos): la de la libertad. La misma que animó a los independentistas surianos a seguir la lucha de Hidalgo, la visión de Morelos y la resistencia de Guerrero. La misma que hizo de Guerrero un dolor de cabeza para el gobierno federal y un sinsentido para el capitalismo durante el siglo XX: el guerrerense –recalco- prefiere ceder otros beneficios que entregar su libertad. En esa postura ctónica, su inserción a una idea del comunismo ha desviado –como en otros hitos históricos locales (véase Juan R. Escudero)- la atención del análisis del problema que la escuela representa. Porque cuando se lee en sus paredes: “Ayotzinapa, cuna de la conciencia social”, no se debe acceder a una visión ecuménica –o socialista- sino local y grupal: “la sociedad debe ser educada por nosotros los futuros maestros y con nuestra visión”. Una visión de lucha. De libertad.
Que, además, respaldada por la presencia espiritual de Othón Salazar, Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, no sólo pretende tener la razón, sino toda la razón. Una razón irónica –también-: Othón defeccionó en sus últimos años y Vázquez y Cabañas acabaron muertos a bala. La tradición los mimetiza. Y los conduce al error.
Esta admonición refuerza aquélla: como un subproducto de el sistema, la Normal de Ayotzinapa no puede observar su entorno porque se encuentra irremediablemente inmerso en él. Es parte de él. ¿Qué parte? La que le da al gobierno la oportunidad de redimir, de tolerar, de mostrar su lado ideológico y hasta humanitario. Cuando los normalistas –después de recibir las prebendas- se percatan de este juego, no les gusta y exigen más.
Sin embargo, esta visión es parcial. La Normal de Ayotzinapa, es histórica, aguerrida, inquebrantable. Mazada o Numancia. Pero, como éstas, ahistórica; salvo para ese sentido ctónico local. Por ello, para ciertas corrientes políticas de pensamiento -también rezagadas- su existencia encubre perfectamente una perversión en sus tácticas que es capaz, como lo hemos visto, de fisurar la coraza que articula y protege al gobierno y a el sistema.
Ante tantas capas de representación, la Normal de Ayotzinapa sufre su más grande ironía: representar al guerrerense. O a lo guerrerense. En un estado en el que la UAG tiene adeudos históricos tremendos, en que las otras Normales no acceden tan fácilmente a las plazas oficiales, en que otras escuelas no cuentan ni con aulas, la Normal de Ayotzinapa es un lujo. Una fractura en el sentido común: un contrasentido. Porque es histórica. Y porque es nuestra. Es nosotros. Algo más: el adjetivo y el pronombre tocan una parte oculta de nuestros temores: si la desaparece el gobierno -aún con lo aguerrida que es- ¿qué será de las demás Normales? Peor aún: ¿qué será de la educación pública y gratuita? La Normal de Ayotzinapa -sin hipérbole- así, es una pesadilla: la parte oscura de nuestro propio espejo.
La marcha realizada en Chilpancingo el jueves 5 de enero (jueves pozolero, haberla hecho el día 6 hubiera sido una provocación) obedeció a ese juego. E –irónicamente- la Normal respondió con exactitud y limpieza al mismo y a su formación ideológica: seis estudiantes se arrojaron al piso de la explanada con manchas de pintura roja en el cuerpo. ¿Qué pretendían? ¿Concienciar a esos marchistas? ¿Detenerlos? ¿Autoridiculizarse?
Los espejos no funcionan sin objetos que reflejen la luz. Juego de imágenes, la visión política e ideológica de los normalistas –después de haber barrido calles- pretende borrar lo que son: “ayotzinapos” (adjetivo preferible a los insultos que la ciudadanía les ha gritado desde el 12 de diciembre). Pretenden adquirir de nueva cuenta sus grandes valores: la lucha y la conciencia social. El peso histórico. La representación popular y la limpia imagen de la zona rural del estado. Ya no pueden. Su exacerbación el día 12 de diciembre costó tres vidas. Pudo haber costado más. La sociedad ha decidido dejarlos solos.
Porque, además, en el muy remoto caso de que consiguieran la caída de este gobierno y de que el siguiente tampoco les guste ¿qué harán? ¿Secuestrar camiones y calles otra vez? ¿Incendiar gasolineras? ¿Al estado? La sociedad parece haber previsto que con ellos el juego es de nunca acabar. Y ha decidido terminarlo. Se acabó. El jueves 5 rompió el espejo.
La sociedad exige también sus garantías. En una marcha, en las urnas, en los diarios.
Que eso no le agrade a muchos y que por ello vociferen, insulten y conspiren, es parte de nuestra vida democrática. Lo que la sociedad no puede permitir es que las injerencias -vengan de donde vengan-, alteren para mal su buen discurso. Su proyecto. Jóvenes y aguerridos, pero dentro del sistema –los hay quienes defeccionan: se van de braceros- son una torpe ironía cuando se habla de conciencia; y, sobre todo, de conciencia social.
En Guerrero elegimos a quien nos gobierne del 1 de abril de 2011 al 1 de diciembre de 2015. Es irónico que un pequeño sector de la sociedad no pueda vivir con eso. Más aún cuando la mayoría empieza a expresarse dentro de los márgenes que las libertades le confieren. Esas minorías deben atender a tiempo a esa expresión de libertad mayoritaria; de lo contrario, al igual que los aguerridos normalistas, terminarán por quedarse solos. No hay pueblo tan ciego que no detecte a tiempo quien porta el cerillo que pretende incendiarlo. Ni gobierno tan tolerante que esté dispuesto a permitirlo.
Periódico Pueblo Guerrero, 09 de enero de 2012
http://www.pueblo-guerrero.com/seccion_opinion.php
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